sábado, 6 de abril de 2013

Donde estés, estaremos



El corazón tiene razones

que la propia razón

nunca entenderá…

San Martín se juega la permanencia en su tercera temporada en la Primera División de AFA. Hace 16 partidos que no gana (sumando el empate con Quilmes). Pero los hinchas de verdad no lo abandonan. En las malas, la Banda del Pueblo Viejo no para de alentar. Este es un relato escrito con el dolor por el presente verdinegro, pero también con mucha pasión. Es la historia de lo que significó perder el clásico cuyano, pero por sobre todo es una historia de amor.  

Texto: Pablo Zama
Fotos: Pablo Zama y Soy Verdinegro

En el minuto treinta y seis de la segunda parte, un puñal se instaló en el pecho como en aquella olvidable tarde del 1-6 en Mendoza o el 0-3 con partido suspendido en Concepción, los dos por la B Nacional. Los clásicos perdidos duelen, calan hondo, matan las ganas. Emmanuel Mas, hijo de la cantera verdinegra, mira al piso, no encuentra explicación a su falla en el cálculo cuando quiso rechazar el balón de la muerte.

Escribo apesadumbrado en esta tarde gris después de tomar el bondi desde Pocito. Pienso que para los números fríos y desalmados de las estadísticas serán sólo tres puntos perdidos en un domingo de Pascua que mató a marzo. Pero el corazón no sabe de estadísticas. Tampoco le podemos explicar a los porteños lo que significa un clásico cuyano. El corazón duele mientras bajo, despacio, las gradas de la popular norte del Estadio San Juan del Bicentenario. En ese momento se me cruza un flash: Pablito Saavedra arrodillado con el puño derecho rompiendo el aire después de rematar desde afuera del área y empezar a sepultar las esperanzas de ascenso del arquero Manchado y todos sus compañeros en 1998. Recuerdo la disfonía, ese dolor áspero que me rajaba la garganta de tanto gritar el segundo, obra de Omar Patrasi. También cae la instantánea de un clásico que estaba perdido 1-3 y en tiempo de descuento el Verdinegro lo puso 4-3 para el delirio sanjuanino en Mendoza. 


Son números, especie de minas frías y calculadoras que no seducen ni a un oficinista. Números, sin embargo, que están impregnados de aromas e imágenes que quedan depositadas en algún rincón del baúl en donde se guarda la vida de los hinchas; porque la vida de un hincha de fútbol no dura igual que la de un agnóstico de la pelota. El tiempo subjetivo que habita en un hincha se calcula por la pasión y las emociones que alteran las horas, los minutos, los segundos. Un grito de gol no dura segundos reloj, un grito de gol, como ocurrió después del cabezazo del negro Ledesma, dura el tiempo que se extiende el salto del alma cuando parece querer despojarse de la vida material. Mientras bajo las gradas de la popular norte del Bicentenario pienso que cuando tenga un hijo le voy a contar que en el minuto 36 del segundo tiempo estuve muerto por largos minutos que en el tiempo subjetivo de la pasión equivalen a décadas de dolor que se amontonan en el pecho y que a veces hacen que gritemos al vacío: “¡Mendocinos hijos de puta!”. Ser hincha de San Martín tiene a veces estos reveses. Un clásico es más que un partido. Un clásico perdido duele casi tanto como el dolor que surca el alma cuando la mujer de tus sueños te dice “no va más”. Cómo explicar entonces que después de ese gol a los 36 minutos rogué que tiemble tan fuerte en San Juan como para que las penas huyan despavoridas como huyen las putas cuando el indecente no tiene para pagarles.

En mi anotador desolado por el resultado quedaron marcas de la lapicera que ahora cuestan descifrar por la pesadumbre que derrumbó la tarde: no hubo resurrección para San Martín. Y una vez sepultada la ilusión miro a mis hermanos y busco una respuesta en esas caras pálidas, rictus que endurecieron por la estridencia arrolladora de un gol contrario. Será difícil explicarles a nuestras novias o esposas por qué seguimos yendo a la cancha, por qué, a pesar de llevar 15 fechas consecutivas de sufrir, sin conocer la alegría de una victoria, seguimos aferrados a ese precepto que reza “en las buenas y en las malas”. El amor no conoce de razones. Tal vez a ellas les cueste entender que esto también es amor. Entonces bajo las gradas pensando en esos abrazos eternos en los dos goles verdinegros. Tal vez esa fraternidad justifique esta locura de recorrer una hora entre bondi y bondi para llegar a Pocito en un día en que el aire fresco traspasa la piel.


Y ahora se suceden las imágenes previas como flashback demoledor. Pasadas las dos y media de la tarde, con el almuerzo todavía en la garganta, subimos al 50 en Mendoza pasando Libertador. Y somos bastantes, que vamos con esperanza, en un domingo en el que la mayoría ni comió por ir a la cancha. En el colectivo, el ruido que arrojan las radios es la transmisión del partido de Independiente frente a Boca. Pasando la Catedral, todos, y creo no faltó ninguno, nos persignamos pidiendo por lo que siempre pedimos. En la Plaza 25, sentado en un banco, está el popular “Tatá” (un hombre discapacitado, muy conocido en el ambiente del fútbol de la provincia) que mira sin mirar nuestro paso y bebe una gaseosa probablemente ni enterado del duelo entre sanjuaninos y mendocinos. Por Mendoza antes de Brasil, un ciruja está sentado sobre la vereda, sin obligaciones pero despojado de toda condición humana. Cuando la vida es sólo una moneda para comer, la vida no existe. Ese tipo es un número para la economía y ni le debe importar el partido que se va a jugar en Pocito. Es un expulsado del sistema. Ese tipo y el Tatá tienen algo en común en estas Pascuas: están solos. 


 
Más tarde, cuando el árbitro pite el inicio del encuentro, nos vamos a santiguar. Alguno que otro lleva el mismo calzoncillo que se puso la última vez que le ganamos al Tomba, con gol del Chelo Carrusca. Otros se colocarán en el mismo lugar de siempre en la tribuna. Las cábalas y los rezos no van a cesar. El trapo que dice, grande y con mayúscula, “TE AMO” va a estar colocado como en cada partido en el alambrado. Hace tanto que muchos nos dicen que todo esto tiene fecha de vencimiento, pero nos es imposible dejar de creer. 

Fotos que quedan guardadas como huellas mnémicas en la mente. Llegamos en colectivo hasta el estadio. Gritamos los goles hasta que la garganta arde. Alentamos. Y sobre el final retenemos alguna lágrima de impotencia que se quiere escapar. Son fotos que empiezan a desvanecerse cuando morimos de pie, cantando en la popular a pesar del resultado. A veces nos quedamos callados, un nudo en la garganta nos da un sorbo de realidad, es el síndrome de la desilusión. A veces nos sentimos como el ciruja de Mendoza antes de Brasil: estamos solos y despojados de todo. San Martín está en coma y no reacciona. Pero seguimos ahí, al lado, hablándole al oído, diciéndole que vamos a estar juntos hasta el final. “Estar con vos es mi destino”, “En las buenas y en las malas”, “Donde estés, estaremos”. Banderas en tu corazón. Frases de una realidad que duele.
   

Aquella tarde fría en la “Tacita de plata” (cancha de Gimnasia de Jujuy), en junio del 2008, se fueron por el tacho muchas ilusiones, ese día volvíamos a la Primera B Nacional. Pero no abandonamos. Recuerdos tristes que, sin embargo, no opacan otras imágenes que sobrevienen ahora, como el delirio del sábado 16 de junio de 2007 o el jueves 30 de junio de 2011. El amor no cambia. A veces duele, pero se fortalece en las malas. Hoy estamos, como siempre, esperando el milagro. Y vuelvo de Pocito en silencio, con ganas de llorar. El aire helado de esta Pascua gris nos cruza el alma cuando volvemos a casa. Pero en medio de ese dolor recuerdo el mejor regalo, mi primera camiseta verdinegra: tenía sólo 12 años y recién estábamos empezando el recorrido en la B Nacional en el ’95. Entonces miro a mis hermanos y sin hablar pido que el abrazo nos encuentre unidos si pasa lo peor. Que el amor no caiga en los abismos de la conveniencia. Mirarán hacia la popular y, dolidos o no, vamos a estar, como después de ese minuto 36 del segundo tiempo. Aunque los resultados nos encuentren sentados en la vereda como el ciruja de Mendoza antes de Brasil, hay un fuego que no se extingue. Si la muerte nos encuentra en el césped amarillo de los junios áridos de San Juan, con más fuerzas que nunca te vamos a amar. Mientras el sol se muere, se enciende un alarido de guerra en el Hilario Sánchez Rodríguez. El corazón tiene razones que la propia razón nunca entenderá. Estés donde estés, estaremos. Siempre.

 

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